Vengan señores de la guerra,
ustedes que construyen todas las armas,
ustedes que construyen los aviones de muerte,
ustedes que construyen las grandes bombas,
ustedes que se esconden detrás de paredes,
ustedes que se esconden detrás de escritorios,
solo quiero que sepan
que puedo ver detrás de sus máscaras.
Siempre han estado allí, reunidos, sin vergüenza, ellos, con la arrogancia de saberse inmunes, decidiendo por nosotros. Ya ni siquiera disimulan, no se esconden, les gustan hacerse fotos, como las dinastías, en familia, para dejar constancia de su imperio sobre nuestras vidas, empoderados, más allá de la soberanía popular. Son los de siempre, militares condecorados en guerras ajenas, Jefes de Estado con sonrisa pétrea, primeros ministros con manos sucias, traficantes de sombras, empresarios del nuevo tecnofeudalismo que compran el alma a cambio de sumisión y silencio. Ellos deciden cuando y como debemos morir, como si el dolor fuera un decreto divino. En la canción Masters of War (Señores de la Guerra), Bob Dylan nos lo cantaba con furia en su legendario primer álbum, The Freewheelin’, publicado en 1963. Hoy, misma escena, con distintos nombres.
Ustedes que nunca hicieron nada
excepto construir para destruir,
ustedes juegan con mi mundo
como si fuera juguetito de ustedes,
ponen un arma en mi mano
y se esconden de mis ojos y se dan vuelta y corren alejándose
cuando las balas vuelan rápidas.
Corea, Vietnam, la guerra fría, una época contestataria que movilizó millones de jóvenes para repudiar la guerra. La música y sus canciones como vehículo imprescindible para activar las conciencias. Poemas de sufrimiento y rabia. Hoy, nuestro mundo sigue temblando, y es que no ha dejado de hacerlo nunca. Nosotros, los occidentales, vivimos en una burbuja autocomplaciente y cínica, alejada de conflictos bélicos, cuando en realidad, más allá de nuestros muros de contención, los otros, el resto de la humanidad sucumbe bajo nuestras bombas. Dylan nos cantaba hace 60 años lo que muchos gritan hoy en las calles. Voces que siguen repudiando la violencia, apostando por el diálogo horizontal en la resolución de conflictos.
Protesta, insumisión, dignidad, feminismo y revuelta contra la maquinaria de guerra: la industria que hace subir la bolsa de la infamia, de la sinrazón, dólares manchados de sangre, fábricas de muerte que escupen balas asesinas. Un engendro de poder administrado por los patriarcas que consolidan la geopolítica neocolonial, que refuerzan el orden mundial dominado por occidente. El miedo utilizado como anatema para incendiar nuestros temores atávicos, el arma que desata la violencia más feroz. Hacernos creer que los enemigos legendarios (China, Rusia…) nos acechan de nuevo, que la muerte y su guadaña afilada nos aguarda, presumiblemente colérica. Y así nos convencen que la guerra es la única salida, la solución definitiva. Pero la historia los delata: los señores se arman para defender sus privilegios. Construyen imperios sobre huesos ajenos, y se escudan tras muros de oro y engaño. Sus manos no tiemblan. Es fácil, otros matan por ellos.
Ellos te envían a la guerra, Señor. Y cuando les preguntas
¿Cuánto debemos dar?
Solo te responden
Más, más, más
No soy yo, no soy yo
No soy hijo de un militar
No soy yo, no soy yo
No, no soy un hijo afortunado.
El año 1969, John Fogerty del grupo Creedence Clearwater Revival nos lo cantaba en Fortunate Son. Más dolor, en plena Guerra de Vietnam, una guerra emitida en directo que conmocionó la población norteamericana. Miles de madres y padres lloraron a sus hijos muertos en un conflicto incomprensible e inútil. Los hijos de los supervivientes de aquella guerra, inexplicablemente, se animan a alzar la bandera de la intolerancia, soliviantados por proclamas populistas, abrazados a las utopías cavernarias de Donald Trump, un personaje siniestro, ególatra y racista, un mesiánico iluminado por los mandamientos de la soberbia y la avaricia.
Nuevos hombres y mujeres desmemoriados que en sus cómodos hogares deciden de nuevo hacer un brindis al sol, acríticamente, sin reflexionar. Convencidos de la existencia de un edén fabricado para ellos, impermeable, idílico, habitado por razas perfectas, elfos bellos e inmortales, un paraíso prohibido para los otros. Su misión: Defender este mundo onírico, presuntamente acechado por los zombis de ultramar.
¿Te pusiste tu brazalete negro
cuando le dispararon al hombre?
¿Quién dijo que la paz podría durar para siempre?
Yo no necesito tu guerra civil,
Que alimenta a los ricos mientras sepulta a los pobres,
Tu poder de hambre vende soldados
En una carnicería humana.
Los versos de Civil War de Guns N’ Roses nos advierten de la necedad de la violencia, de la inutilidad del sufrimiento, de la arrogancia de los poderosos que juegan con nuestras vidas. La historia la escriben los que nunca sangran, y en sus libros nunca leemos el llanto del soldado ni el grito del huérfano, solo las odas de los conquistadores de tierras segadas por el odio. Los nuevos tiempos nos definen como seres acobardados, empequeñecidos por la ignorancia del que no quiere saber nada. Herederos de una riqueza expoliada en territorios lejanos y preocupados por defender nuestro confort robado a los oprimidos. Los capitalistas hacen la guerra para someter a los otros, para colonizar los infortunados, para edificar torres de Babel de miseria y desesperanza. Pero el mundo va mutando. Hoy, el orden global que durante décadas favoreció a Europa y, sobre todo a Estados Unidos, comienza a resquebrajarse. Su supremacía se debilita. El miedo, el pánico y la pérdida de influencia, hacen resurgir los métodos atávicos de opresión: ¿qué mejor forma de recuperar relevancia, que la amenaza de una guerra global? Nada nuevo bajo el sol.
Guerra, desprecio
Porque significa destrucción
De vidas inocentes
Guerra significa lágrima para los ojos de miles de madres
Cuando sus hijos se van a pelear
Y perder sus vidas
Guerra, eh, Dios mío
¿Para qué sirve?
Absolutamente para nada.
Cantar para gritar de rabia. En su célebre canción War, Edwin Starr clama contra la sinrazón y la inutilidad de la guerra, pero su proclama resulta demasiado ingenua. Porque la guerra —trágica, brutal, inhumana— sí sirve. Enriquece a las grandes empresas armamentistas, aves carroñeras con alas de acero, que han mutado en lobbies corrompiendo gobiernos. Se alimentan de conflicto, prosperan en la destrucción. Se infiltran en los parlamentos, manipulan decisiones, extienden su sombra sobre elecciones y tratados. Para ellas, la guerra no es tragedia: es estrategia.
Su negocio no necesita bombas, solo tensión. Basta con mantener al mundo siempre al filo del abismo. Ese es su arte: alimentar el miedo para cosechar poder y autoritarismo. Y lo peor es que funciona. Los tambores de guerra asustan. Un 57% de los españoles consideran que la Unión Europea no tiene suficiente capacidad defensiva y un 75% cree que debería aumentarla según el barómetro de marzo del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). La deriva belicista y su propaganda constante, enloquecen una Europa que plantea aumentar el gasto militar en 800.000 millones de euros, cuando ya dispone de 515 cabezas nucleares entre Francia y Reino Unido, suficientes para arrasar parte de nuestro planeta. ¿Un sinsentido?
No. La incertidumbre y el dolor siempre cotizan al alza.
Recuerdo que cuando niño,
nunca quise ser soldado,
nunca quise combatir,
solo me gustó luchar por mi libertad
y soñar a vivir y a volar.
Yo destrozaba las armas
que a mis manos llegaban
nunca pude comprender
cómo iba a pensar
que la guerra hace la paz.
Si es así, acabar de una vez.
En 1985, el grupo musical Medina Azahara, también lo cantaba en El Soldado. La guerra es el problema, no la solución. No debería. La desmemoria aviva la llama del rencor y del odio. No podemos olvidar nuestro pasado. Afortunadamente, a lo largo de la historia, han sido muchas las voces que se han alzado contra la guerra. Entre ellas, destaca con fuerza la de Ernst Friedrich, cuyo libro Guerra contra la guerra, publicado en 1924, sigue siendo un testimonio estremecedor y revelador contra la violencia organizada, concebido para desmantelar las narrativas que glorifican el horror de la guerra bajo el disfraz del heroísmo.
Su legado resuena en obras posteriores, como la de Susan Sontag, quien lo cita en su ensayo Ante el dolor de los demás. Sontag denuncia la brutalidad de la violencia, la indiferencia, la manipulación y la pasividad del espectador contemporáneo, ajeno al sufrimiento, apoltronado en su mundo de confort. Invisibilizar la guerra en Palestina, ciudades arrasadas, miles de muertos. La crueldad, trivializada en directo.
También Hannah Arendt, otra de las grandes pensadoras del siglo XX, avisó que la violencia no es una forma de poder, sino su fracaso. Es la sombra que aparece cuando el poder se desvanece, cuando el diálogo y el acuerdo ya no encuentran espacio. Arendt advirtió que la banalidad del mal es la capacidad humana de causar horror sin conciencia, de volverse engranaje sin alma en una maquinaria inmoral. Los nazis no pensaban, no reflexionaban; obedecían. Y en esa ausencia de pensamiento y discernimiento, floreció el abismo, el genocidio, la barbarie. Porque cuando dejamos de pensar, cuando dejamos de juzgar, el mal se cuela por las rendijas de la indiferencia. Y en su forma más banal, el mal se viste de normalidad.
“El supremo arte de la guerra es doblegar al enemigo sin luchar” decía el pensador chino Sun Tzu hace 2.500 años. Sus palabras resuenan todavía en la conciencia humana, como la música de Bob Dylan que condenó para siempre los Señores de la guerra a no descansar en paz…
Dejadme que os haga una pregunta
¿Tan bueno es vuestro dinero?
¿(Jesús?) Os comprará el perdón
¿Pensáis que tendría ese poder?
Yo creo que descubriréis
Cuando os llegue la hora de la muerte
Que todo el dinero que hicisteis
Nunca os devolverá vuestra alma.
Y espero que mueran
y que la muerte les llegue pronto;
yo seguiré sus ataúdes
en la pálida tarde,
y observaré mientras los bajan
hasta su lecho último,
y me quedaré quieto frente a sus tumbas
hasta asegurarme que estén muertos.